DOMINGO V DE PASCUA
28 ABRIL 2013
(Jn. 13, 31-33a.34-35)
(Hch. 14, 21b-27)
Cuenta la leyenda que una madre, con su hijo en brazos, llegó
a la montaña. El camino desembocaba en una cueva misteriosa, que estaba o había
sido habitada. Una puerta giratoria cerraba el paso. A aquella hora estaba
entreabierta. La madre empujó y vio que en el suelo había montones de monedas
de oro que brillaban. Rápidamente dejó el niño en el suelo, se abalanzó sobre
el oro y comenzó a llenar las manos, los bolsillos y la falda. Una voz se
dejaba sentir: «No olvides lo más precioso».
Pero la madre no tenía tiempo para escuchar. Y teniendo
miedo de que la puerta se cerrara salió cargada de oro. La misma voz se dejaba
oír: «No olvides lo más precioso».
Luego volveré -pensó- cuando haya ocultado entre los árboles
y malezas este tesoro.
Cuando volvió, vio que la puerta estaba totalmente cerrada.
Se abalanzó sobre ella, empujó, arañó. La puerta no se abría. Dentro lloraba el
niño. Aquella mujer había perdido el mejor tesoro de una madre: el hijo. Pues
bien; un día entramos nosotros por la puerta misteriosa de la vida. Ante
nosotros brillan las vanidades de la tierra: ciencia, fama, dinero, fiestas,
placeres... Y nos abalanzamos a coger lo que creemos que va a hacernos felices.
Nos damos prisa porque la vida es breve. Pero Dios nos dice a todos: «No
olvides lo más precioso».
Muchos -¡y somos muchos...!- no hacemos caso. No queremos
prestar atención a esos avisos de Dios: llamadas que se suceden por medio de
nuestra conciencia, fracasos, muertes repentinas, desilusión, consejos de
amigos, sermones. ¡Tantas y tantas llamadas!
Sólo pensamos en lo de aquí, en lo que tenemos delante, en
lo que brilla: ganar dinero..., hacernos famosos..., conseguir el poder...,
divertirnos a fondo..., salirme con la mía...
Y cuando más entretenidos estamos en nuestro afán desmedido
se cierra la puerta de la vida y nos encontramos con la verdadera realidad. Tal
vez tengamos en este mundo mucho dinero, tal vez tengamos fama o poder, tal vez
hayamos disfrutado mucho; pero nos hemos olvidado de lo más precioso, que es el
amarnos de verdad. Y, en resumidas cuentas, para la eternidad no llevamos nada.
Sólo llevaremos lo que seamos como personas. Para que nos
amemos de verdad Cristo se nos presenta como modelo a imitar diciéndonos: «Os
doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos
también entre vosotros. La señal por la que conocerán todos que sois discípulos
míos será que os améis unos a otros».
Estas palabras nos las dirigió Jesús poco antes de morir
para que nos quedaran muy bien grabadas en la memoria, ya que las palabras que
más recordamos de nuestros seres queridos son las que nos dirigen poco antes de
morir.
Todos podemos amar, los niños y los grandes, los pobres y
los ricos, los sanos y los enfermos. Fijaos bien: a un hombre pueden privarle
de todo menos de una cosa, de su capacidad de amar. Un hombre puede sufrir un
accidente y no poder volver ya nunca a andar, pero no hay accidente alguno que
nos impida amar. Un enfermo mantiene entera su capacidad de amar: puede amar el
paralítico, el moribundo, el condenado a muerte. Amar es una capacidad
inseparable del alma humana, algo que conserva siempre incluso el más miserable
de los hombres.
La señal por la que la gente conocerá que somos buenos
cristianos no es el que estemos bautizados ni el que vengamos mucho a la
iglesia, sino en que nos amemos unos a otros como Cristo nos amó. Esforcémonos,
pues, en imitar a Cristo y vendrá para nosotros un mundo en donde no habrá más
lágrimas en nuestros ojos, ni muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor, y en donde
participaremos de la gloria de Dios para siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario