CORPUS CHRISTI
2 JUNIO 2013
Érase
una vez un pan tierno, crujiente, de olor agradable y apetitoso. De
pronto se encontró rodeado de un grupo de niños que tenían muchas ganas de
comer. Pero
cuando el pan los vio, tuvo mucho miedo y corrió a esconderse. Pasó
el tiempo y aquel pan que no quiso dejarse comer, se puso duro. Lo encontraron
y lo tiraron a la basura. En
cambio, había una vez un pan tierno, crujiente, de olor agradable y aspecto
apetitoso. Llegó
un grupo de niños con ganas de comer. Cuando el pan sintió que el cuchillo lo
cortaba no dijo nada, aunque pensó que se moriría. Pero al sentir las manos y
la boca de los niños, se sintió alegre. De pronto, se dio cuenta de que no
había muerto. Se había transformado en niño. El pan que no se deja comer se
endurece. Se hace un pan inútil. Y
al fin termina o en el basurero o en la barriga de algúna persona. En
cambio, el pan que se deja comer, se deja morir, no muere realmente sino que se
transforma en vida de niños, en vida de grandes y pequeños.
Lo
que no se da, se muere. Lo que se da vive.
Lo
que no se da, se endurece. Lo que se da sigue estando fresco.
Lo
que no se da, no sirve para nada. Lo que se da se convierte en nueva vida.
Jesús
dijo que “el grano que no muere, queda infecundo. Pero “si muere da mucho fruto”.
Las vidas que no mueren renunciando a sí mismas, terminan muriendo en su
infecundidad. Mientras que las vidas que mueren sacrificándose por los demás,
son vidas que florecen en nuevas vidas y en nueva vida.
Jesús
no encontró mejor expresión para sí mismo que el pan. En la última Cena quiso
“dejarse a sí mismo” entre nosotros. Y nada mejor que hacerse pan.
El
pan se hizo Jesús. Y
Jesús se hizo pan.
Y
por eso, cada día tenemos la posibilidad de alimentarnos de él.
Jesús
sigue muriendo y transformándose en nosotros y transformándonos a nosotros en
Él.
El
Jesús de la Eucaristía es “el pan rodeado de gente: niños, grandes y mayores,
de hombres y de mujeres”. Es el pan “que es entregado”, es el pan “partido”, el
“pan que se da y se entrega”. Y por eso es también el “pan de vida”. “El que
come de este pan vivirá para siempre”. “El que come mi carne y bebe mi sangre
tendrá vida eterna”.
La
mejor manera de no morir nunca es darse siempre.
La
mejor manera de vivir siempre es darse siempre.
La
mejor manera de que a uno no lo tiren por inútil al basurero:
es
dejarse cortar por los niños que tienen hambre,
es
dejarse comer por todos los que tienen el estómago vacío,
es
hacerse pan compartido en la mesa de familia.
Lo
que estaba condenado a morirse dentro de mí, logra hacerse vida y supervivir en
los demás. “Ya no vivo yo, sino que es Cristo que vive en mí”.
Hace
unos años, una madre regaló el corazón de su hijo que había muerto en un
accidente de tráfico. Ese corazón fue a parar a un señor que se estaba
muriendo. Y la madre gozosa, decía luego: “mi hijo aún no ha muerto, sigue vivo
en este señor”.
Como
decía Gandhi, “el pan que tiene mejor sabor es el pan compartido”.
El
mejor pan, el que se comparte.
Es el pan que sabe a mesa.
Es el pan que sabe a alegría familiar.
Es el pan que sabe a esfuerzo y a sudores.
Es el pan que sabe a molino, a harina y a masa.
Es el pan que huele a horno.
La mejor alegría, es la compartida.
La mejor esperanza, es la compartida.
El mejor vino, es el compartido.
La mejor mesa, es la compartida.
El mejor amor, es el compartido.
El mejor sol es el compartido.
Las
mejores vacaciones, las compartidas.
La
mejor y más caliente casa, es la compartida.
Porque
lo que se comparte, se rescata del pecado.
Lo
que se comparte, se rescata del egoísmo.
Lo
que se comparte, se condimenta de amor.
Lo
que se comparte, se condimenta de generosidad.
Lo
que se comparte, huele a “Eucaristía”.
“Este
es el Cuerpo que será entregado”.
“Esta
es la Sangre que será derramada”.
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