jueves, 16 de mayo de 2013

LA PALABRA DE DIOS




PENTECOSTÉS
19 MAYO 2013
(Hch 2, 1-11)
(Jn 20, 19-23)



Pentecostés es la fiesta de la alegría de ser cristianos, el día del fuego, el domingo en el que nos sentimos los creyentes orgullosos de tener el Dios que tenemos, porque ese Dios nos calienta el corazón y el alma.
Yo quisiera transmitirles a ustedes algo de ese fuego, algo de ese gozo. Algo de lo que sintieron los apóstoles cuando el Espíritu Santo descendió sobre sus cabezas y ellos salieron entusiasmados a anunciar la alegría de creer.
Hay una frase de un escritor no creyente –Jean Rostand- que me persigue desde hace años. Decía en uno de sus escritos: “Con frecuencia me pregunto si los que creen en Dios le buscan tan apasionadamente como nosotros, que no creemos, pensamos en su ausencia”.
La frase es terrible, porque es verdaderísima. Efectivamente, yo he conocido muchos ateos que buscan a Dios con angustia, con pasión, que le necesitan y arden porque no consiguen encontrarle. Y uno tiene que preguntarse por qué muchos creyentes –que tenemos la suerte de creer en Él- no parecemos vivir tan apasionadamente nuestra fe, no sentimos el gozo y el entusiasmo de creer, por qué hemos logrado compaginar la fe con el aburrimiento y con la siesta, en una especie de extrañísima “anemia espiritual”.
Y la fe es un terremoto, no una siesta. Un fuego, no una rutina. Una pasión, no un puro asentimiento. ¿Cómo se puede creer de veras -¡de veras!- que Dios nos ama y no ser feliz? ¿Cómo se puede pensar en Cristo sin que el corazón nos estalle?
Con frecuencia uno escucha sermones y se asombra de que sean aburridos. Y lo malo no es que sean malos, es que uno piensa que cuando alguien te aburre es porque no siente mucho lo que está diciendo.
Y uno observa las caras de la gente en misa y no puede menos de preguntarse: ¿Todas estas personas creen de veras que Cristo se está haciendo presente en medio de ellas?
¡Qué difícil es encontrarse creyentes de fe rebosante! ¡Creyentes a quienes les brillen de gozo los ojos cuando hablan de Cristo! ¿Cómo es que alguien que ama a Dios pueda hablar de Él sin temblores, sin que la alegría le salga por la boca a borbotones?
Pentecostés, amigos míos, es la fiesta del fuego: Los discípulos de Jesús estaban aquel día tan tristes y aburridos como nosotros estamos. Creían, sí, pero creían entre vacilaciones. Les faltaba el coraje para anunciar su nombre.
Y entonces descendió sobre ellos el Espíritu Santo en forma de fuego. Y ardieron. Y salieron todos a predicar, dispuestos a dar sus vidas por aquella fe que creían.
¿Y nosotros? También recibimos al Espíritu el día de la Confirmación. Y no se nos dio a nosotros menos fuego, menos Espíritu, que a los apóstoles el día de Pentecostés. San Juan lo dice: “Dios no da el Espíritu con tacañería”.
¿Qué hemos hecho entonces de nuestro Espíritu? Sí, amigos: es hora de que le digamos al mundo que nos sentimos felices y orgullosos de ser cristianos. Que nos avergüenza serlo tan mediocremente. Pero que sabemos que la fuerza de Dios es aún más grande que nuestra mediocridad. Y que, a pesar de todas nuestras estupideces, la Iglesia es magnífica, porque todos nuestros pecados manchan tan poco a la Iglesia como las manchas al sol. Y que, a pesar de todo, Cristo está en medio de nosotros como el sol, brillante, luminoso, feliz. Sí, ser cristiano es vivir siempre en primavera.


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