PENTECOSTÉS
19 MAYO 2013
(Hch 2, 1-11)
(Jn 20, 19-23)
Pentecostés es la
fiesta de la alegría de ser cristianos, el día del fuego, el domingo en el que
nos sentimos los creyentes orgullosos de tener el Dios que tenemos, porque ese
Dios nos calienta el corazón y el alma.
Yo quisiera
transmitirles a ustedes algo de ese fuego, algo de ese gozo. Algo de lo que
sintieron los apóstoles cuando el Espíritu Santo descendió sobre sus cabezas y
ellos salieron entusiasmados a anunciar la alegría de creer.
Hay una frase de un
escritor no creyente –Jean Rostand- que me persigue desde hace años. Decía en
uno de sus escritos: “Con frecuencia me pregunto si los que creen en Dios le
buscan tan apasionadamente como nosotros, que no creemos, pensamos en su ausencia”.
La frase es
terrible, porque es verdaderísima. Efectivamente, yo he conocido muchos ateos
que buscan a Dios con angustia, con pasión, que le necesitan y arden porque no
consiguen encontrarle. Y uno tiene que preguntarse por qué muchos creyentes –que
tenemos la suerte de creer en Él- no parecemos vivir tan apasionadamente
nuestra fe, no sentimos el gozo y el entusiasmo de creer, por qué hemos logrado
compaginar la fe con el aburrimiento y con la siesta, en una especie de
extrañísima “anemia espiritual”.
Y la fe es un
terremoto, no una siesta. Un fuego, no una rutina. Una pasión, no un puro
asentimiento. ¿Cómo se puede creer de veras -¡de veras!- que Dios nos ama y no
ser feliz? ¿Cómo se puede pensar en Cristo sin que el corazón nos estalle?
Con frecuencia uno
escucha sermones y se asombra de que sean aburridos. Y lo malo no es que sean
malos, es que uno piensa que cuando alguien te aburre es porque no siente mucho
lo que está diciendo.
Y uno observa las
caras de la gente en misa y no puede menos de preguntarse: ¿Todas estas
personas creen de veras que Cristo se está haciendo presente en medio de ellas?
¡Qué difícil es
encontrarse creyentes de fe rebosante! ¡Creyentes a quienes les brillen de gozo
los ojos cuando hablan de Cristo! ¿Cómo es que alguien que ama a Dios pueda
hablar de Él sin temblores, sin que la alegría le salga por la boca a
borbotones?
Pentecostés, amigos
míos, es la fiesta del fuego: Los discípulos de Jesús estaban aquel día tan
tristes y aburridos como nosotros estamos. Creían, sí, pero creían entre
vacilaciones. Les faltaba el coraje para anunciar su nombre.
Y entonces
descendió sobre ellos el Espíritu Santo en forma de fuego. Y ardieron. Y
salieron todos a predicar, dispuestos a dar sus vidas por aquella fe que
creían.
¿Y nosotros? También
recibimos al Espíritu el día de la Confirmación. Y no se nos dio a nosotros
menos fuego, menos Espíritu, que a los apóstoles el día de Pentecostés. San
Juan lo dice: “Dios no da el Espíritu con tacañería”.
¿Qué hemos hecho
entonces de nuestro Espíritu? Sí, amigos: es hora de que le digamos al mundo
que nos sentimos felices y orgullosos de ser cristianos. Que nos avergüenza
serlo tan mediocremente. Pero que sabemos que la fuerza de Dios es aún más
grande que nuestra mediocridad. Y que, a pesar de todas nuestras estupideces,
la Iglesia es magnífica, porque todos nuestros pecados manchan tan poco a la
Iglesia como las manchas al sol. Y que, a pesar de todo, Cristo está en medio
de nosotros como el sol, brillante, luminoso, feliz. Sí, ser cristiano es vivir
siempre en primavera.
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