DOMINGO XIII T.O.
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Lc 9,51-62
Hace unos meses contemplaba
uno de esos programas del Discovery. La verdad que me encanta la naturaleza y
sobre todos los animales. Ese día trató sobre las mascotas. Esos lindos
animalitos que, con frecuencia, sólo les falta hablar. Y cuál fue mi sorpresa
cuando el comentarista decía: “Cuidado con los gatos mascotas. Son
maravillosos. Pero nunca olviden que en el fondo son unos tigrillos
domesticados. Fíjense en sus posturas y actitudes cuando quieren cazar algo.
Las mismas del tigre”.
Me viene a la memoria esta
experiencia, al leer el Evangelio de este domingo 13 del ordinario del año, al
ver la reacción de los discípulos contra aquellos samaritanos que se negaron a
recibir a Jesús.
¿Alguien se imagina a Juan o
Santiago llenos de rabia? ¿A caso no es Juan el discípulo bueno, el amado y
preferido de Jesús, el que parece todo corazón y el que tanto nos hablará luego
del amor? Y sin embargo son ellos dos los que se acercan a Jesús a preguntarle:
“Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con todos
ellos?”. “Jesús se volvió y les regañó”.
El corazón humano está lleno
de misterio. Misterio de amor y de odio. De bondad y de maldad. De mansedumbre
y de rabia. De generosidad y de tacañería. Incluso el corazón de los buenos.
¿Quién no lleva dentro un
corazón lleno de violencia?
¿Quién no lleva dentro un
corazón capaz de destruir?
¿Quién no lleva dentro un
corazón capaz de matar?
Y lo curioso es que no dicen
nosotros vamos a incendiar el pueblo. Piden que sea el cielo quien envíe ese
fuego destructor. Y esto con el asentimiento del mismo Jesús al que tratan
poner de su parte.
¡Cuantas cosas se han hecho
en la historia en nombre de Dios!
¡Cuántos crímenes a título de
fidelidad a Dios!
¡Cuántas marginaciones a
título de fidelidad a la verdad!
¡Cuántas esperanzas marchitas
en nombre de Dios!
¡Cuántas divisiones en la Iglesia a título de fidelidad!
En el fondo, no dejamos de
ser también nosotros, creyentes y todo, gatos y mascotas domesticadas, que en
cualquier momento, damos un zarpazo y herimos al hermano. Y no lo hacemos por
malos. Lo hacemos como expresión de nuestro celo por Dios y por el Evangelio.
Lo hacemos pensando que nuestro fuego no es fruto de los fósforos sino que es
un fuego divino, fuego “del cielo”. ¡Al mismo Cristo lo crucificaron en nombre
de Dios!
A Dios le hacemos mucho más
daño haciendo de él una falsa presentación, que negándolo como ateos. El ateo
no deforma a Dios. Sencillamente lo niega. Pero cuando los creyentes
presentamos un Dios que justifica los disparates que hacemos, que justifica
nuestras injusticias, o justifica nuestras segregaciones raciales, o incluso nuestras
enemistades, o mandamos callar al que busca la verdad y el cambio, le estamos
haciendo un muy pobre favor, porque estamos cerrando el camino a muchos que lo
andan buscando con sinceridad.
Jesús les regañó porque:
Jesús es invitación, no
obligación.
Jesús es llamada, no
imposición.
Jesús es gracia, no ley.
Jesús es libertad, y no
coerción.
La fe no se impone por la
fuerza.
El seguimiento no se impone
por la violencia.
La aceptación no se impone
por la amenaza.
El camino de Jesús es
diferente: “no se trata de hacer sufrir a los demás, sino de asumir de una
manera salvadora el propio sufrimiento; no se trata de arrancar lo malo, sino
transformarlo por la cruz en bueno”.
“Y se marcharon a otra
aldea”.
Jesús ya les dio su
oportunidad. Era su misión.
Jesús ya les dejó la semilla.
Era su quehacer.
El verdadero celo por Dios y
por el Evangelio no es imponerlo por la fuerza.
Es ofrecerlo.
Es dar oportunidades.
Es respetar libertades.
Y luego saber esperar
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