miércoles, 19 de octubre de 2016

EL SAN NUESTRO DE CADA DÍA


JOSÉ SÁNCHEZ DEL RIO

El muchacho mártir
Con los pies desollados, le hicieron caminar hasta el cementerio, golpeándole. Los carnífices querían obligarlo a apostatar, pero sus labios solamente se abrían para gritar: «¡Viva Cristo Rey y santa María de Guadalupe!»
José Sánchez del Río nace en Sahuayo (Michoacán, México), el 28 de marzo de 1913, el sexto de siete hermanos. Fue bautizado en la parroquia de Santiago Apóstol, donde comenzará su martirio 15 años más tarde. Cuando surge el movimiento de los cristeros sus dos hermanos mayores entran en el movimiento de defensa de la libertad religiosa. En Guadalajara visita la tumba del joven abogado Anacleto González Flores, martirizado el 1 de abril de 1927 (y proclamado beato en 2005 junto con otros ocho jóvenes, entre ellos José), y pidió a Dios morir en defensa de la fe. Alcanzará esa gracia casi un año más tarde, en plena persecución, cuando, tras haberse unido a los cristeros, y sirviendo como portaestandarte con la imagen de la Virgen de Guadalupe, pero sin tomar parte directamente las armas, cayó prisionero de las tropas gubernamentales, tras haber cedido su caballo a uno de los responsables cristeros para que escapara.
A pesar de ser muy joven, José sabía bien lo que estaba viviendo México. Los mártires de la fe son varios centenares. La Iglesia lo ha reconocido con la canonización de 22 sacerdotes y tres jóvenes seglares, y con la beatificación de unas 40 personas, en su mayoría jóvenes seglares.
Se unió a los cristeros tras lograr vencer las resistencias de sus padres y de los propios cristeros, que en un primer momento lo rechazaron por su edad. El 6 de febrero de 1928, cayó preso junto con otro joven amigo indio, llamado Lázaro. El mismo día 6 pudo mandar una carta a su madre desde la oscura y maloliente cárcel de Cotija: «Creo en los momentos actuales que voy a morir, pero nada importa, mamá […]. Muero muy contento, porque muero en la raya al lado de Nuestro Señor. No te apures por mi muerte, que es lo que me mortifica».
Los dos muchachos fueron trasladados a la iglesia parroquial de Santiago, transformada en cárcel y en caballeriza. Los soldados habían convertido el presbiterio y el tabernáculo en un gallinero de gallos de pelea, propiedad del jefe político de la región. Ante tal profanación, el joven José reaccionó con fuerza matando a los gallos, sin miedo a la amenazas de muerte de parte de aquel jefe, que había sido amigo de su familia y su padrino de Primera Comunión: «La casa de Dios es para rezar, no para usarla como un establo de animales». Uno de los soldados lo golpeó violentamente en la boca con la culata del fusil rompiéndole los dientes, como se pudo constatar en la exhumación de sus restos. Como venganza inmediata y en presencia de José, su compañero Lázaro fue ahorcado frente a la iglesia. Creyéndolo muerto lo abandonaron y fue salvado por el sepulturero, mientras José continuó encarcelado.
Lo invitaron a pasar a la parte de los perseguidores. Aquel jefe político le hizo diversas propuestas muy halagadoras como inscribirlo en la prestigiosa escuela militar del régimen o mandarlo a los Estados Unidos, pero José las rechazó con firmeza. Aquel jefe político pidió entonces a la familia del joven un rescate de 5.000 pesos de oro. El perseguidor recibió el dinero a pesar de que ya había hecho asesinar al joven la noche anterior.
El viernes 10 de febrero de 1928, trasladaron a José a un mesón cercano. Hacia las siete de la tarde logra mandar una carta a su tía María, en la que le comunica que sería fusilado poco después por su fidelidad a Cristo y le pide que otra tía, llamada Magdalena, le llevase la Comunión. Lo logrará.
En aquel mesón, convertido en cuartel de las tropas, los soldados le desollaron los pies con un puñal. Como detalla un testigo, «le cortan las plantas de los pies y le hacen andar sobre sal de Colima». Le hicieron caminar, golpeándolo, por la calle que iba al cementerio. Los carnífices querían obligarlo a apostatar, pero sus labios solamente se abrían para gritar: «¡Viva Cristo Rey y santa María de Guadalupe!».
Llegados al cementerio, el jefe de los soldados ordenó apuñalarlo para impedir que se pudiesen escuchar los disparos en la población. El joven mártir, a cada puñalada gritaba con un filo de voz: «¡Viva Cristo Rey!», «¡viva santa María de Guadalupe!». Entonces el jefe militar le disparó un par de tiros en la cabeza con su pistola. Su cuerpo fue arrojado en una pequeña fosa. Eran las once y media de la noche.

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