DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO
6 NOVIEMBRE 2016
+ Lectura del Santo Evangelio según San Lucas
En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección [y le preguntaron: «Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuándo llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella].» Jesús les contestó: «En esta vida hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos, no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: «Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob. No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos”.
Han pasado dos mil años y todavía nosotros seguimos con la mentalidad de un Dios metido en un sepulcro. Seguimos pensando más en un Dios muerto y de muertos que en un Dios vivo y para los vivos.
El Evangelio de hoy nos habla claramente de que Dios no es un Dios de muertos sino un Dios de vivos y para los vivos.
Cuentan de un monje ilusionado por visitar el Santo Sepulcro. Cuando consiguió el dinero se puso en camino. En esto oyó que alguien le seguía:
– ¿A dónde vas, padre mío?
– Al Santo Sepulcro de Jerusalén. Ha sido la ilusión de mi vida.
– ¿Cuánto dinero tienes para eso?
– Treinta libras
Dame las treinta libras: tengo mi mujer enferma, mis hijos con hambre. Dámelas y da tres vueltas alrededor de mí, arrodíllate, póstrate ante mí y luego vuelve al monasterio.
El monje sacó las treinta libras y se las dio. Dio las tres vueltas, se arrodilló y volvió al monasterio.
Más tarde comprendió plenamente que el mendigo era el mismo Cristo. (Vida Nueva Cuaderno 5)
Somos capaces de gastarnos nuestros ahorros de treinta libras para visitar el Sepulcro de Cristo, y nos olvidamos que Jesús ya no está ni en Jerusalén, ni en el Sepulcro, sino que lo tenemos a nuestro lado, compañero nuestro de camino de cada día.
También las mujeres de la mañana de Pascua lo imaginaban en el Sepulcro, cuando en realidad, Él se estaba paseando tranquilamente por el jardín.
No nos duele gastar nuestro dinero en una peregrinación a Tierra Santa. Y no me parece mal. Yo la visité unas cinco veces. Y no estoy arrepentido. De lo que sí me arrepiento es que luego de haber ido tan lejos, luego no sea capaz de verlo y reconocerlo en el hermano que tengo a mi lado.
Porque la verdadera presencia de Jesús hoy la tenemos muy cerca de nosotros:
Lo tenemos en el Sagrario donde nos espera cada día.
Lo tenemos en los Sacramentos donde lo podemos encontrar a diario.
Lo tenemos en el hermano que está a nuestro lado.
Lo tenemos en el mendigo que nos alarga su mano porque tiene hambre.
Lo tenemos en el enfermo que sufre y con frecuencia está demasiado solo.
Lo tenemos en el que tiene sed y al que nos cuesta darle un vaso de agua.
Lo tenemos en el anciano que se muere de soledad más que de años.
Lo tenemos en el encarcelado que se pudre años entre unas rejas.
El Dios de nuestro fe no es un Dios de muertos.
Es el Dios que vive en los que están vivos.
Es el Dios que nos invita a encontrarlo entre los vivos.
Es el Dios que está en nosotros para darnos viva.
Anthony de Melo la historia de aquellos discípulos que le preguntaban al maestro si había vida después de la muerte, y el maestro respondió con una sonrisa. Extrañados le volvieron a preguntar el por qué de su respuesta evasiva, a lo que el Maestro respondió: “¿No habéis observado que los que no saben qué hacer con esta vida son precisamente los que más desean otra vida que dure eternamente?”
Cuando no somos capaces de vivir de verdad la vida entonces preguntamos por la vida eterna.
Cuando no somos capaces de vivir a Dios en nuestra vida, preguntamos por el Dios de la vida eterna.
Cuando no somos capaces de ver a Dios en esta vida, nos preocupamos si lo veremos en la otra.
Cuando no somos capaces de ver a Dios en el hermano, preguntamos si Dios existe.
Cuando no somos capaces de ver a Dios en el que sufre, preguntamos por la felicidad eterna.
Y tal vez lo peor es que para justificar la ausencia de Dios en medio de nosotros, preferimos poner en duda el Dios del más allá.
Pero como tampoco nos resignamos a quedarnos en el vacío, nos inventamos un mundo parecido al nuestro un tanto mejorado, aunque luego esto nos vaya a crear problemas matrimoniales.
Dios es el Dios de los que han muerto y siguen viviendo en El.
Pero antes es el Dios de los que aún seguimos vivos. Porque solo la experiencia de Dios en la vida puede ser garantía del Dios después de la muerte.
Necesitamos vivir a Dios no solo cuando estamos de luto. También necesitamos vivir a Dios cuando estamos vestidos de fiesta y disfrutamos de los gozos y las alegrías de nuestra vida. Dios no comienza después de nuestra muerte. Dios comienza con nosotros cuando nacemos. Dios no comienza cuando nos encontramos en el más allá. Dios comienza en nosotros cuando estamos en el más acá. “El que come mi carne y vive mi sangre tiene vida eterna”.
Para encontrarnos con Dios no hace falta ir al Santo Sepulcro.
Basta encontrarlo en el propio hogar: en la esposa, en el esposo y en los hijos.
Basta encontrarlo cuando salimos a la calle y nos topamos con el hermano necesitado.
Si queremos un Dios para la eternidad, primero debemos encontrarnos con el Dios que está en nosotros y nos está dando la nueva vida. Es un Dios para vivir.
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