miércoles, 17 de abril de 2013

LA PALABRA DE DIOS







DOMINGO IV PASCUA
21 ABRIL 2013
(Jn 10, 27-30)


El jesuita Pedro Arrupe se encontró en 1945 en medio de la más espantosa catástrofe que hasta entonces había conocido la humanidad: la explosión de la primera bomba atómica sobre Hiroshima. Aquella mañana, cuando acababa de decir misa, una luz intensísima convirtió en cenizas a la ciudad y produjo en pocos minutos más de doscientos mil muertos y heridos.
La primera reacción del Padre Arrupe fue acudir a la capilla, que había quedado medio destruida. Y pregunta: «¿Por qué, Dios mío, permites esto?». Y se contesta a sí mismo: «Dios respeta nuestra libertad. Ser hombre es tener libertad. De lo contrario, en vez de hombres seríamos marionetas. Dios no fabrica bombas atómicas. Él sufre más que nosotros por nuestras locuras. Dios lo que quiere es que juntemos nuestras manos para que, con su ayuda, tratemos de reconstruir todo lo que podamos».
Pero el Padre Arrupe no perdió el tiempo en hacerse preguntas o en lamentaciones. Hizo lo único que podía hacer.
«Salí de la capilla -dice el jesuita- y la decisión fue inmediata: haríamos de la casa donde vivíamos un hospital.
Me acordé de que había estudiado medicina hacía años, años lejanos ya, sin práctica posterior, pero que en aquellos momentos me convirtieron en médico y cirujano. Fui a recoger el botiquín y lo encontré entre ruinas, destrozado, sin que hubiera en él nada aprovechable, fuera de un poco de yodo, algunas aspirinas, sal de frutas y bicarbonato».
Es decir, que el Padre Arrope no contaba con nada. Pero con esta nada se construyó el primer hospital improvisado de Hiroshima, al que poco después comenzaron a llegar heridos como fantasmas ambulantes, con la piel en jirones, hecha un amasijo, con la ropa ennegrecida, los cuerpos cubiertos de ampollas y manchas rojas y violetas.
Y en aquel improvisado hospital, con un médico que no era médico, con medicinas que no eran medicinas, fueron aliviados muchos dolores, suavizadas algunas muertes y curados no pocos. Se hizo... lo que se pudo. En todo caso se hizo infinitamente más de lo que se habría hecho si el Padre Arrupe se hubiera sentado para llorar o lamentarse.
No me extraña que un jefe de la policía japonesa le haya dicho: «Predique, predique una religión como esa».
Sin embargo, yo más bien diría: «Vivamos, vivamos una religión como esa».
Pienso ahora en tantas bombas atómicas que estallan en tantas almas: aquella traición de la persona a la que se quiere, traición a veces que es peor que un veneno; esa muerte de un ser querido que convierte tu corazón en cenizas... Tantas y tantas catástrofes ante las cuales parece que ya no tenemos nada que hacer; pero siempre podemos hacer algo. Siempre tendremos dos manos para seguir luchando, una fuerza para seguir esperando y un corazón para seguir amando.
Es verdad que en nuestro dolor a veces nos parece que todo se hunde bajo nuestros pies. El mismo Jesús agonizante, ante el misterio del dolor; se siente abandonado de Dios y pregunta: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Pero un momento después muere con estas palabras en sus labios: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Es que tuvo fuerzas hasta el último suspiro para seguir esperando. La esperanza de Jesús no ha sido inútil. Dios lo resucitó de entre los muertos para la vida eterna. También nosotros, si escuchamos la voz de Jesús, el buen Pastor, resucitaremos para la vida eterna, vida eterna en la que no habrá más lágrimas en nuestros ojos, pues viviremos una dicha sin fin.




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