DOMINGO X TIEMPO ORDINARIO
9 JUNIO 2013
Un entierro siempre
sobrecoge un poco. La muerte «llama la atención» de los vivos en todas partes.
Jesús se topa con un entierro a las puertas de Naim. Lo que conmueve a Jesús es
la situación de una madre viuda que también le toca enterrar a su hijo. «¡No
llores!», le dice. «Esto lo puedo arreglar yo. Yo te puedo devolver la alegría
devolviéndote al hijo.»
A diferencia de
otros milagros en los que Jesús es solicitado para que intervenga, aquí Jesús
toma la iniciativa. Nadie le pide actuar. Nada pide a la madre ni a los que la
acompañan para levantar del silencio al joven que llevan a enterrar. Se dirige
directamente a él: «¡Levántate!». Y todos vieron el milagro y la visita de Dios
a su pueblo aplacando el dolor de una madre viuda.
Hay milagros que son
explicables sólo por «la entrañable misericordia de nuestro Dios». Nada de
extrañar. Posiblemente en la historia de nuestra vida personal contamos con
episodios similares en los que la «misericordia» nos ha movido a hacer algo
fuera de lo normal y a recrear la alegría de alguien ... Ciertamente no serán
milagros como el de Jesús, pero sí hechos significativos. Cuando al corazón no
le ponemos freno, la misericordia actúa y la sonrisa renace.
Muchas veces nos
decimos: «¡Qué pena! ¡He dejado pasar la ocasión de hacer una obra buena! ¡Cómo
no me decidiría a echar una mano a tal persona!». Nos sentimos mal cuando
nuestros miedos o prejuicios acallan y paralizan el dinamismo al que la
misericordia nos lanza.
El gesto de ternura
de Jesús da la impresión de ser enteramente espontáneo; Jesús ve la necesidad y
la situación de la viuda y actúa; no pide referencias previas, no se le mueve
el corazón hacia la compasión por la importancia de la persona (pues ni se
menciona el nombre de la madre viuda). Sencillamente se deja llevar por el
sentimiento de misericordia.
Quizá son estos los
gestos que más revelan lo que llevamos dentro.
Proclamar en la
asamblea hoy este gesto de Jesús nos puede mover a la confianza. Jesús tiene un
corazón que sabe vibrar ante la necesidad del otro. Tenemos un Dios que «siente
lástima» ante nuestro dolor, cuando nos ve sufrir. Hoy disimulamos mucho el
sufrimiento. No nos gusta que otros sepan o nos vean sufrir. Maquillamos la
pena, aparentamos que todo nos va bien, hasta muy bien... Sonreímos para la
galería, cuando la verdad es que nos sangra el corazón.
Porque la madre no
escondió su pena, Jesús no pudo esconder su lastima.
¡Si al menos
lleváramos a Jesús nuestras penas... cómo nos aliviaría a llevarlas!
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