miércoles, 19 de junio de 2013

LA PALABRA DE DIOS


 DOMINGO XII T. O.
23 JUNIO 2013
                                                    (Lc. 9,18-24)

En el año 1941 un sacerdote polaco, llamado Maximiliano Kolbe, fue llevado a un campo de concentración, simplemente porque había ocultado a doscientos judíos a los que los nazis querían asesinar. De aquel campo se fugó un prisionero y los nazis, en revancha, echaron suertes entre todos los prisioneros del barracón del fugado; y el resultado del sorteo fue que diez hombres totalmente inocentes fueron condenados a muerte. Serían abandonados desnudos en el suelo de cemento de una celda subterránea para morir de hambre, de sed y de frío. Uno de ellos prorrumpió en llantos gritando: «¡Mi mujer, mis pobres hijos!». Allí estaba Kolbe; y dando un paso hacia delante se ofreció para ocupar el puesto de aquel padre de familia. Y lo aceptaron. Sus palabras fueron estas: «Yo estoy solo en la vida; este hombre, en cambio, tiene una familia por la que vivir».
Pasaron los días; y estos prisioneros, ya agonizantes, se quejaban y gritaban delirando; pero mientras tuvieron conocimiento, animados por el padre Kolbe, rezaban e incluso cantaban. A las dos semanas sólo cuatro de estos condenados a muerte quedaban con vida. El último en morirse fue el padre Kolbe. Sus verdugos, no pudiendo aguantar la serenidad de aquel hombre, le inyectaron un veneno y el padre Kolbe muere con una sonrisa en los labios. Sus últimas palabras fueron: «¡Ave María!». Era el 14 de agosto, víspera de la Asunción de la Virgen María.
En el año 1982, en una ceremonia en Roma, Juan Pablo II elevó a los altares al padre Kolbe. A la ceremonia asistió un anciano vestido con el uniforme del campo de concentración. Se le veía mucha emoción en los ojos; y no era para menos. Sería muy difícil saber todo lo que pasaba en aquellos momentos por el alma del anciano.
Era, nada menos, que aquel padre de familia por el que el padre Kolbe había dado la vida. Hoy el padre Kobe es san Maximiliano Kolbe. Este sacerdote polaco, orgullo de los católicos, nos dejó una lección maravillosa de que el amor es más fuerte que la muerte; nos dejó el ejemplo sublime de solidaridad con los demás.
En el Evangelio de hoy Jesús nos dice: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo (es decir, renuncie a sus propios gustos), tome su cruz cada día y sígame» (Lc 9,23). Pues bien, el padre Kolbe tomó una cruz muy pesada, siguiendo las enseñanzas de Jesús; pero esa cruz terminó en gloria eterna. Todo ser humano lleva una cruz más o menos pesada. Recuerdo que en un pueblo de la costa gallega un día estaban en un bar un padre y su hijo de unos catorce años. Los del bar, conociendo en qué andaba aquel padre, le piden que aquel día no lleve al niño al mar. Y contesta: «Quiero enseñarle el negocio más grande de la vida». El padre y el hijo no regresaron a tierra. Los mataron en el mar. El negocio más grande de la vida se había convertido en la cruz más pesada y esta cruz terminó en fracaso total.
Hermanos, lo propio del cristiano no es sólo llevar o tomar la cruz sino, además, seguir las enseñanzas de Jesús.








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