DOMINGO XII T. O.
23 JUNIO 2013
(Lc. 9,18-24)
En el año 1941 un sacerdote polaco, llamado Maximiliano Kolbe, fue
llevado a un campo de concentración, simplemente porque había ocultado a
doscientos judíos a los que los nazis querían asesinar. De aquel campo se fugó
un prisionero y los nazis, en revancha, echaron suertes entre todos los
prisioneros del barracón del fugado; y el resultado del sorteo fue que diez
hombres totalmente inocentes fueron condenados a muerte. Serían abandonados
desnudos en el suelo de cemento de una celda subterránea para morir de hambre,
de sed y de frío. Uno de ellos prorrumpió en llantos gritando: «¡Mi mujer, mis
pobres hijos!». Allí estaba Kolbe; y dando un paso hacia delante se ofreció para
ocupar el puesto de aquel padre de familia. Y lo aceptaron. Sus palabras fueron
estas: «Yo estoy solo en la vida; este hombre, en cambio, tiene una familia por
la que vivir».
Pasaron los días; y estos prisioneros, ya agonizantes, se quejaban
y gritaban delirando; pero mientras tuvieron conocimiento, animados por el
padre Kolbe, rezaban e incluso cantaban. A las dos semanas sólo cuatro de
estos condenados a muerte quedaban con vida. El último en morirse fue el padre
Kolbe. Sus verdugos, no pudiendo aguantar la serenidad de aquel hombre, le inyectaron
un veneno y el padre Kolbe muere con una sonrisa en los labios. Sus últimas
palabras fueron: «¡Ave María!». Era el 14 de agosto, víspera de la Asunción de la Virgen María.
En el año 1982, en una ceremonia en Roma, Juan Pablo II elevó a
los altares al padre Kolbe. A la ceremonia asistió un anciano vestido con el
uniforme del campo de concentración. Se le veía mucha emoción en los ojos; y no
era para menos. Sería muy difícil saber todo lo que pasaba en aquellos momentos
por el alma del anciano.
Era, nada menos, que aquel padre de familia por el que el padre
Kolbe había dado la vida. Hoy el padre Kobe es san Maximiliano Kolbe. Este
sacerdote polaco, orgullo de los católicos, nos dejó una lección maravillosa de
que el amor es más fuerte que la muerte; nos dejó el ejemplo sublime de
solidaridad con los demás.
En el Evangelio de hoy Jesús nos dice: «Si alguno quiere venir en
pos de mí, niéguese a sí mismo (es decir, renuncie a sus propios gustos), tome
su cruz cada día y sígame» (Lc 9,23). Pues bien, el padre Kolbe tomó una cruz muy pesada, siguiendo las
enseñanzas de Jesús; pero esa cruz terminó en gloria eterna. Todo ser humano lleva una cruz más o menos pesada. Recuerdo que en
un pueblo de la costa gallega un día estaban en un bar un padre y su hijo de
unos catorce años. Los del bar, conociendo en qué andaba aquel padre, le piden
que aquel día no lleve al niño al mar. Y contesta: «Quiero enseñarle el negocio
más grande de la vida». El padre y el hijo no regresaron a tierra. Los mataron
en el mar. El negocio más grande de la vida se había convertido en la cruz más
pesada y esta cruz terminó en fracaso total.
Hermanos, lo propio del cristiano no es sólo llevar o
tomar la cruz sino, además, seguir las enseñanzas de Jesús.
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