DOMINGO XXVII T.O.
6 OCTUBRE 2013
Lc 17,5-10
La fe mueve montañas
Lo
dice el adagio popular. Pero antes lo había dicho El: “Si tuvierais fe como un
grano de mostaza, diríais a esa montaña échate al mar y se echaría”. Bueno, hoy
nadie acude a la fe para aplanar montañas. Hoy preferimos esas tremendas
escavadoras que lo hacen muy bien.
Sin
embargo, lo del Evangelio sigue teniendo valor, a pesar de las grandes
excavadoras. Y no es que se nos pida mucho. Se nos pide solo “como un granito
de mostaza”. ¡Qué sería si tuviésemos una fe como un melón!
Pondríamos
al mundo patas arriba. Seríamos capaces de cambiarlo todo.
Pero
¿no crees que, aún con esta poquita fe
que tan fácilmente se tambalea, hacemos verdaderos milagros?
Con
nuestra poca fe: somos capaces de comprometernos con el cambio de un mundo que
diera la impresión de que no lo cambia nadie.
Con
nuestra poca fe: somos capaces de seguir creyendo en Dios, por más que todos nos
digan que la religión es una tontería y una obsesión piadosa.
Con
nuestra poca fe: somos capaces de seguir creyendo en la Iglesia. Incluso hoy
que tan maltratada la vemos por todas partes y tan sucia y manchada por las
miserias de sus propios hijos.
Me
encanta el capítulo “Conversión” del libro de Joan Chittister cuando escribe: “Permanezco en la Iglesia porque, aunque las
luces se han apagado en partes de la casa, sé que estoy en mi casa”.
Caigo
en la cuenta ahora, con intensa indignación, de lo sexista que es realmente la
Iglesia pese a todas sus declaraciones de fe en Jesús y de amor a la mujer. Pero
caigo también en la cuenta de que es la
familia en la que he crecido. Es la familia que me dio mis primeras imágenes de
Dios, mi primera sensación de valor humano, mi primer sentido de la santidad,
mi primera invitación a una bondad medida por mucho más que el “éxito”.
Una
familia, sólo por ser disfuncional, como lo es ésta, no deja de ser una
familia. Con nuestra poca fe: donde algunos se escandalizan y son capaces de
abandonar a la Iglesia, otros seguimos amándola como a nuestra madre.
Con
nuestra poca fe: seguimos creyendo que, estos malos momentos en los que todo el
mundo se dedica a embarrarla, muchos seguimos creyendo que no es sino una
especie de invierno que la desnuda de su belleza externa, pero donde la savia
sigue viva en sus raíces en espera de una nueva primavera. Con nuestra poca fe:
somos capaces de entregar nuestras vidas al servicio de los demás. Con nuestra
poca fe: los padres son capaces de envejecer luchando por sacar adelante a sus
hijos. Con nuestra poca fe: muchos hemos sido capaces de dejar nuestras
familias para entregarnos a su servicio y al servicio del Evangelio y del
Reino.
Pero
Jesús no quiere sino que nos pide que no nos demos por satisfechos con “nuestra
poca fe” y desea que tengamos más fe, una fe capaz de curarnos, sanarnos,
salvarnos. Los discípulos no le piden “danos fe”, sino “aumenta la que
tenemos”. Con frecuencia nos quedamos satisfechos porque ya creemos, ya tenemos
fe. Pero la fe no es un proceso mental sino una relación personal con Dios. Por
eso la fe es también proceso que puede irse degradando o puede ir creciendo. La
gente suele decir, en momentos difíciles, “estoy perdiendo la fe”. La verdad
que no logro entender qué quieren decir con ello porque el peligro de la fe, no
es tanto el perderla, ¡y claro que se puede perder!, para mí el problema de la
fe es quedarse estancado y no crecer en la fe. Alguien preguntará cómo se
degrada la fe y cómo se la aumenta. De una manera muy sencilla. Partamos de una
experiencia, la experiencia del amor. El amor se puede ir degenerando si no
cultivamos la relación con la persona amada, como también puede ir medrando a
través de unas relaciones personales intensas y constantes. Pues algo parecido
sucede con la fe. Si creer es entrar en relación de amor con Dios, la fe puede
irse debilitando en la medida en que se debilitan estas relaciones con Dios y
puede aumentarse también según intensificamos las relaciones con Dios: la
oración, la Palabra, los Sacramentos y la coherencia de la vida. San Agustín lo
expresó muy bellamente: “Cuando te apartas del fuego, el fuego sigue dando
calor, pero tú te enfrías. Cuando te apartas de la luz, la luz sigue brillando,
pero tú te cubres de sombras. Lo mismo ocurre cuando te apartas de Dios.” La fe
se va enfriando en nosotros cuanto más nos apartamos de Dios y prescindimos de
Él y se va calentando en la medida en que nuestras relaciones con Él son más
intensas y continuas. Es el proceso de todo amor y es el proceso de toda
relación entre personas, entre amigos, entre enamorados, entre novios o entre
esposos. ¡Cuántos esposos termina por sentirse extraños el uno al otro porque
no han cultivado su relación y se han acostumbrado a vivir cada uno por su lado
su propia vida! Lo mismo nos puede pasar con Dios. Tener fe, es mucho más que
saber mucho de religión. Es una amistad y una relación personal y un fiarnos
totalmente de El. Por eso, la súplica de los discípulos tiene que seguir siendo
también nuestro grito de cada día: “Señor, aumenta nuestra fe”. Señor, que hay
muchas luces apagadas en esta nuestra casa que es la Iglesia: “aumenta nuestra
fe”. Señor, que todos los medios de comunicación airean los pecados de tu Iglesia
y a veces ya no rebelamos tu rostro: “aumenta nuestra fe”. Señor, que el
sufrimiento de los inocentes pone obstáculos para que el mundo siga creyendo en
Ti: “aumenta nuestra fe”. Señor, que tanta pobreza y tantas desigualdades e
injusticias parecen ser una acusación contra Ti: “aumenta nuestra fe”. Señor,
danos una fe que haga posible que nuestras vidas revelen y manifiesten mejor tu
rostro de Padre en el mundo. No te pedimos que nos hagas milagros. Te pedimos
una fe capaz de hacerlos a nosotros…
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