II DOMINGO TIEMPO DE CUARESMA
San Mateo 17, 1-9
16 MARZO 2014
¿Qué
hay detrás de la tapia?
Hace tiempo leí una pequeña historieta que me gustó.
En una leprosería había un leproso que se pasaba el día encerrado sobre sí
mismo, triste y sin esperanza. Hasta que un día comenzó a sonreír. Todo el
mundo se preguntaba ¿qué había pasado? Y se dieron cuenta de que todas las
mañanas se asomaba al muro que lo separaba de la calle. Se subía al muro.
Bajaba y comenzaba a sonreír. Llenos de curiosidad se acercaron. Una señora
todos los días pasaba a esa hora por allí. Esperaba ver al leproso. Y desde la
calle le regalaba una sonrisa. Y esto era suficiente para hacerle feliz a aquel
hombre lleno de angustia y tristeza durante todo el día.
Me viene esta anécdota precisamente, el segundo
domingo de Cuaresma, en el que leemos la Transfiguración de Jesús en el Tabor.
Un momento en el que Jesús se transforma y todo él se ilumina dejando
transparentar lo que lleva dentro detrás del muro de su humanidad.
Con frecuencia todos nos quedamos a esta parte del muro y no vemos la vida que camina por la calle ni las sonrisas que nos llegan.
Vemos a los demás, no por lo que llevan dentro, sino por lo que vemos desde afuera.
Vemos a los demás, tapados y escondidos detrás del muro de sus cuerpos.
Vemos los árboles, desde su áspera corteza, y no vemos la savia que corre por dentro.
Vemos las rejas de la cárcel, y no vemos a los hombres que sufren privación de libertad allá dentro.
Vemos las rejas de los conventos de clausura, y no vemos esas almas contemplativas que han consagrado su vida a Dios y dedican sus vidas a orar por la Iglesia y el mundo.
Vemos la enfermedad y vemos muy poco al enfermo.
Vemos el pan de la mesa, y no vemos el sudor de quien lo ha ganado con su amor y el esfuerzo de su trabajo.
Vemos el cuerpo gastado y arrugado del anciano ya cansado, y no vemos al hombre que vive y siente y ama y tiene necesidad de cariño, allí dentro.
Vemos a la Iglesia desde sus debilidades humanas, y no vemos al Jesús que vive resucitado en ella.
Vemos el pan de la Eucaristía, y vemos muy poco al Jesús que se encierra dentro de ese pan.
Con frecuencia todos nos quedamos a esta parte del muro y no vemos la vida que camina por la calle ni las sonrisas que nos llegan.
Vemos a los demás, no por lo que llevan dentro, sino por lo que vemos desde afuera.
Vemos a los demás, tapados y escondidos detrás del muro de sus cuerpos.
Vemos los árboles, desde su áspera corteza, y no vemos la savia que corre por dentro.
Vemos las rejas de la cárcel, y no vemos a los hombres que sufren privación de libertad allá dentro.
Vemos las rejas de los conventos de clausura, y no vemos esas almas contemplativas que han consagrado su vida a Dios y dedican sus vidas a orar por la Iglesia y el mundo.
Vemos la enfermedad y vemos muy poco al enfermo.
Vemos el pan de la mesa, y no vemos el sudor de quien lo ha ganado con su amor y el esfuerzo de su trabajo.
Vemos el cuerpo gastado y arrugado del anciano ya cansado, y no vemos al hombre que vive y siente y ama y tiene necesidad de cariño, allí dentro.
Vemos a la Iglesia desde sus debilidades humanas, y no vemos al Jesús que vive resucitado en ella.
Vemos el pan de la Eucaristía, y vemos muy poco al Jesús que se encierra dentro de ese pan.
El leproso fue capaz de subirse al muro y así poder
ver la vida que caminaba por la calle y la sonrisa que alguien le regalaba cada
mañana, suficiente para sentirse vivo durante el día.
La transfiguración de Jesús nos hace ver no el muro de
su cuerpo sino la transparencia de lo que hay dentro de El. Como el leproso que
revive por una sonrisa mañanera venida del otro lado del muro, también los
discípulos comenzaron a revivir, llenos de alegría, al ver esa sonrisa
transfigurada de Jesús. “Maestro, qué bien se está aquí. Hagamos tres tiendas.
Una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Hasta ahora le conocían a
través del muro de su humanidad. Aquella mañana comenzaron a verlo desde
dentro, desde su divinidad escondida.
Es importante ver la corteza del árbol. Pero es más
importante ver correr la savia que sube por dentro del tronco y hace brotar las
ramas, las flores y los sabrosos frutos. Hoy cuidamos mucho la estética de
“nuestro muro” y ello nos impide ver el alma, el corazón y la vida que llevamos
dentro. Nos quedamos con la superficie y nos olvidamos de la profundidad que se
esconde por detrás.
Nos miramos y nos vemos cada mañana en el espejo. Pero
el espejo no nos muestra nuestra verdad interior. No nos muestra nuestro
corazón ni nuestra alma. Es preciso aprender a mirar y ver no lo que llevamos
de cáscara sino lo que vive dentro, late dentro, ama dentro. Es preciso
aprender a mirar al mundo y descubrir a Dios. Es preciso mirar al hombre y
descubrir en él, a un hermano.
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