DOMINGO VI DE PASCUA
25 MAYO 2014
San Juan 14, 15-21
Hoy se
celebra en la Iglesia el día del enfermo. La enfermedad es una limitación
humana, una carga que deben soportar, tanto el enfermo como les que le
atienden.
Dios es
vida. Cristo vino para que tengamos vida en plenitud. Y la enfermedad es falta
de vida. Por eso, Cristo curaba a los enfermos. Por eso la Iglesia, debe cuidar
a los enfermos. Por eso, nosotros debemos volcarnos sobre los enfermos con
amor. No podemos curar a todos los enfermos, ni siquiera Cristo lo hizo; pero
sí podemos volcar sobre ellos nuestra ternura y nuestra solidaridad, nuestra
estima y nuestro respeto o simplemente nuestra mirada.
Raúl
Follerau solía contar una historia emocionante: visitando una leprosería en una
isla del Pacífico le sorprendió que, entre tantos rostros muertos y apagados,
hubiera alguien que había conservado unos ojos claros y luminosos que aún
sabían sonreír y que se iluminaban con un “gracias” cuando le ofrecían algo.
Entre tantos cadáveres ambulantes, sólo aquel hombre se conservaba humano.
Cuando preguntó qué era lo que le mantenía a este leproso tan unido a la vida,
alguien le dijo que observara su conducta por las mañanas. Y vio que, apenas
amanecía, aquel hombre acudía al patio que rodeaba la leprosería y se sentaba
enfrente del alto muro de cemento que la rodeaba. Y allí esperaba. Esperaba
hasta que, a media mañana, tras el muro, aparecía durante unos cuantos segundos
un rostro, una cara de mujer, vieja y arrugadita, que sonreía. Entonces el
hombre comulgaba con esa sonrisa y sonreía también. Luego el rostro de mujer
desaparecía y el hombre, iluminado, tenía ya alimento para seguir soportando
una nueva jornada y para esperar a que mañana regresara el rostro sonriente.
Era –le explicaría, después el leproso- su mujer. Cuando le arrancaron de su
pueblo y le trasladaron a la leprosería, la mujer le siguió hasta el poblado
más cercano. Y acudía cada mañana para continuar expresándole su amor.
“Al verla
cada día –comentaba el leproso- sé que todavía vivo”.
No
exageraba: vivir es saberse queridos, sentirse queridos. por eso tienen razón
los psicólogos cuando dicen que los suicidas se matan cuando han llegado al
convencimiento pleno de que ya nadie les querrá nunca. Porque ningún problema
es verdadero y totalmente grave mientras se tenga a alguien a nuestro lado.
Por eso yo
no me cansaré de predicar que la soledad es la mayor de las miserias y que lo
que más necesitan de nosotros los demás,
no es nuestra ayuda, sino nuestro amor. Para un enfermo es la compañía
sonriente la mejor de las medicinas. Para un viejo no hay ayuda mejor como un
rato de conversación sin prisas y un poco de comprensión en sus rarezas.
Y,
asombrosamente, la sonrisa –que es la más barata de las ayudas- es la que más
tacañeamos. Es mucho más fácil dar un euro a un pobre que dárselo con amor. Y
es más sencillo comprarle un regalo al abuelo que ofrecerle media hora de
amistad.
¡Todo sería,
en cambio, tan distinto si les diéramos cada día una sonrisa de amor desde la
tapia de la vida!
A veces la
mejor medicina es la cercanía, la comprensión cordial.
Un viejo
militar francés fue gravemente herido en la última guerra mundial. Al
explotarle una granada, perdió las manos y los ojos. Luego fue diácono
permanente, casado y con cinco hijos. Hablaba
siempre con emoción de lo que le hizo cambiar, lo que fue su conversión.
Habla de aquella vieja amiga, aquella enfermera no creyente. “Ella puso simplemente
su mano sobre mi hombro, arrimó su frente sobre mi frente”. Era al mismo tiempo
el signo de impotencia y la expresión silenciosa de su amistad. Un testimonio
de amor. Aunque no le devolviera sus ojos, ya veía.
Este debe
ser el gesto cristiano de cara al enfermo; acercarse a él, ponerle la mano
sobre la herida, compartir su dolor, aliviarlo en lo posible...
Y a lo mejor
descubrimos que en vez de darle nosotros a él, es él quien nos da a nosotros.
Porque siempre es así: es más lo que recibimos que lo que damos.
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