IV DOMINGO DE CUARESMA
15 MARZO 2015
+ Lectura del santo Evangelio según San Juan
En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: – Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna.
Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no será condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
Esta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.
Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no será condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
Esta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.
Luz y tinieblas. Aquí podría resumirse la historia de cada hombre. Que el cristianismo es luz, resulta indiscutible. Que Jesús fue un hombre libre, salta a la vista. Que Jesús trajo un mensaje nuevo revolucionario, que presentó a Dios de modo distinto a como lo vivía la sociedad de su tiempo; que dijo a los hombres cómo y por dónde se llegaba a ese Dios, resulta evidente. Y también resulta evidente que Jesús predicó con toda sencillez, para que todos le entendiesen, y que para que no hubiera duda acerca de su mensaje se dedicó a vivir lo que decía. Si hablaba de amor, vivía amando. Si hablaba de perdón, perdonaba sin límites. Si se atrevió a decir “bienaventurados los pobres”, él no tenía dónde reclinar la cabeza. Si habló de un Dios al que había que adorar en espíritu y en verdad, fue al templo para fustigar cuanto en él se hacía y no tenía nada que ver con un Dios al que no satisfacía el sacrificio de animales ni el olor al incienso. Si dijo que los hombres eran hermanos, dejó bien sentado cuán incomprensible era que el hombre pasase de largo cerca del hombre que sufre porque fuera samaritano; cuán absurdo resultaba que algún hombre guardara dos mantos si otro carecía de uno, y demostró con todo realismo que no hay amor más grande que el que da la vida por el amigo, por el hermano, porque su vida se derramó generosamente por todos los hombres de todos los tiempos. Jamás ningún liberador ha dicho y hecho cosas tan radicales como las de Jesucristo. Jamás ninguna luz de tal claridad ha aparecido en la historia. Lo que ha pasado es que los hombres, y concretamente los cristianos, hemos preferido las tinieblas a la luz y durante siglos el mundo ha vivido el espectáculo, que debiera de ser insólito, de unos hombres y mujeres que se llaman como Cristo y no entendían casi nada de lo que Él dijo e hizo. Estos hombres y mujeres apenas amaban, perdonaban poco; guardaban celosamente sus mantos, aunque el “otro” se muriera de frío, y distinguían entre los hombres según su categoría social y económica y, es más, utilizaban el templo para ocupar, con demasiada frecuencia, los primeros puestos. Durante siglos los cristianos hemos huido de la luz, porque somos hombres y mujeres con nuestra pequeñez y nuestra flaqueza a cuestas. Y ha sido una pena, porque ninguna doctrina de las que han hecho posible el avance de la Humanidad es más exigente que el Evangelio. Si los cristianos nos dedicáramos con toda sinceridad a leer el Evangelio y tuviéramos la osadía de pasar de la lectura a la práctica; si nos decidiésemos a cambiar de una vez para siempre las tinieblas por la luz, el mundo vería sombrado el comienzo de una revolución que dejaría pequeñas a cuantas en el mundo han sido. Pero esto es difícil. Por eso me parece muy necesario el recordatorio de: ¡MÁS EVANGELIO!, es lo que estamos necesitando todos. Sin duda alguna. Los resultados serían sorprendentes y posiblemente los primeros sorprendidos seríamos nosotros mismos.
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