
4 DOMINGO DE PASCUA
26 ABRIL 2015
+ Lectura del santo Evangelio según San Juan
En aquel tiempo dijo Jesús a los fariseos: – Yo soy el buen Pastor. El buen Pastor da la vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estrago y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas; Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas.
Tengo además otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo Pastor. Por eso me ama el Padre: porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla. Este mandato he recibido del Padre.
A nadie nos gusta que nos digan que somos un rebaño. Un rebaño quiere decir una gente que no piensa, que sigue al que va delante sin preguntarse nada, que no tiene criterio y se deja manipular.
El evangelio de hoy nos ha dicho que somos un rebaño. Pero seguro que a ninguno de nosotros nos ha sabido mal. Ser un rebaño que sigue a este pastor, seguro que no nos sabe mal, al contrario, nos llena de gozo y felicidad.
¿Quién es nuestro pastor? ¿Quién es este que va delante de nosotros y al que nosotros seguimos?
Hace muy pocas semanas celebrábamos aquel momento culminante en el que nuestro pastor se nos daba a conocer. Era el Viernes Santo y escuchábamos conmovidos, el relato de la pasión y muerte de Jesús. Allí en el pretorio, Pilato nos mostraba a Jesús destrozado por la tortura y nos decía: “¡Este es el hombre!”. Pilato no sabía, no era consciente de ello, ni se le habría ocurrido, pero de hecho, mostrándolo así, lo que nos decía era: este hombre derrotado, destrozado, este hombre que ni parece hombre, es el único hombre de verdad, es el hombre que ha de ser camino, luz y vida para todos los hombres y mujeres del mundo.
Nosotros, el Viernes Santo, después de escuchar el relato de la pasión y la muerte de Jesús, nos acercábamos a la cruz y la besábamos. Afirmábamos con ello lo que Pilato nos había anunciado sin darse cuenta: que aquel Jesús muerto en el suplicio de los esclavos, fracasado ante el mundo, era realmente el hombre en quien nosotros creíamos, el hombre al que queríamos seguir.
Ahora, hoy, en este tiempo gozoso de la Pascua, en la felicidad de celebrar la resurrección del Señor, hemos escuchado este evangelio que nos ha recordado quién es Jesús para nosotros. Él es nuestro pastor, y nosotros le queremos seguir, porque él “da la vida por sus ovejas”. Es en su muerte, en su amor fiel hasta la muerte, donde nosotros podemos encontrar el gozo y la felicidad, nadie más nos puede guiar por caminos que merezcan la pena, por caminos que hagan vivir, por caminos por los que nos podamos sentir hombres y mujeres plenos, verdaderos. El amor que él vivió, el amor que él nos enseñó es el único que puede dar felicidad a los hombres y mujeres de ayer, de hoy y de siempre.
“Yo conozco a mis ovejas, y las mías me conocen”…
Pero no sólo eso. Nuestro pastor no es sólo alguien que nos atrae por su amor entregado hasta la muerte. Nuestro pastor es alguien que nos ama a cada uno personalmente, alguien a quien nosotros podemos también amar personalmente. Él nos ha dicho también hoy: “Yo… conozco a las mías, y las mías me conocen” Es un amor de persona a persona…
Seguro que recordamos todos aquella escena tan tierna de la mañana de Pascua. María Magdalena va al sepulcro con el corazón trastornado al mismo tiempo por el dolor, el amor y la esperanza. Jesús se le acerca y le dice: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿a quién buscas? Y ella, que no le reconoce, creyendo que era el hortelano, le pide: “Señor, si tú te lo llevaste, dime dónde lo pusiste, y yo lo recogeré” Y entonces viene la palabra de Jesús, la palabra que ella ya no podrá olvidar jamás: “¡María!”.
El encuentro de Jesús y de María Magdalena la mañana de Pascua es nuestro mismo encuentro, el de cada uno de nosotros. Es una corriente de amor entre él, Jesús, y cada uno de nosotros, con nuestra vida concreta, con nuestros aciertos y nuestras equivocaciones, con nuestros momentos de generosidad y nuestros egoísmos y perezas, con nuestro convencimiento de fe y nuestros olvidos a veces demasiado frecuentes. Él nos ama personalmente, nos llama siempre por nuestro nombre. Y nosotros, también, más allá de toda flaqueza, le amamos y le seguimos con gozo. No podríamos dejar de seguirle, no podríamos dejar de querer seguirlo cada vez más de verdad, más sinceramente.
“Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil”…
No se puede ser cristiano sin ser misionero. Cristo es un derecho de todos los hombres.
¡Qué bien entendieron los primeros cristianos la exigencia misionera de la fe! Por eso, los perseguidos en Jerusalén llevan la fe a Samaría. Son como brasas encendidas que, llevadas por el viento del Espíritu, encienden otras hogueras allí donde caen. Es lo que hoy mismo hacen algunos laicos promoviendo comunidades con las personas de su entorno.
¿Qué hago para ofrecer la fe, mi experiencia creyente a los demás? ¿Cómo colaboro en la tarea evangelizadora de mi comunidad o de mi parroquia?
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