miércoles, 13 de abril de 2016

LA PALABRA DE DIOS


5º DOMINGO DE PASCUA
24 ABRIL 2016

Lectura del santo Evangelio según San Juan
Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús: – Ahora es glorificado el Hijo del hombre y Dios es glorificado en él (si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará).
Hijos míos, me queda poco de estar con vosotros.
Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado. La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros.

Cuenta la leyenda que una madre, con su hijo en brazos, llegó a la montaña. El camino desembocaba en una cueva misteriosa, que estaba o había sido habitada. Una puerta giratoria cerraba el paso. A aquella hora estaba entreabierta. La madre empujó y vio que en el suelo había montones de monedas de oro que brillaban. Rápidamente dejó el niño en el suelo, se abalanzó sobre el oro y comenzó a llenar las manos, los bolsillos y la falda. Una voz se dejaba sentir: «No olvides lo más precioso». Pero la madre no tenía tiempo para escuchar. Y teniendo miedo de que la puerta se cerrara salió cargada de oro. La misma voz se dejaba oír: «No olvides lo más precioso». Luego volveré -pensó- cuando haya ocultado entre los árboles y malezas este tesoro. Cuando volvió, vio que la puerta estaba totalmente cerrada. Se abalanzó sobre ella, empujó, arañó. La puerta no se abría. Dentro lloraba el niño. Aquella mujer había perdido el mejor tesoro de una madre: el hijo. 
Pues bien; un día entramos nosotros por la puerta misteriosa de la vida. Ante nosotros brillan las vanidades de la tierra: ciencia, fama, dinero, fiestas, placeres… Y nos abalanzamos a coger lo que creemos que va a hacernos felices. Nos damos prisa porque la vida es breve. Pero Dios nos dice a todos: «No olvides lo más precioso». Muchos -¡y somos muchos…!- no hacemos caso. No queremos prestar atención a esos avisos de Dios: llamadas que se suceden por medio de nuestra conciencia, fracasos, muertes repentinas, desilusión, consejos de amigos, sermones. ¡Tantas y tantas llamadas! Sólo pensamos en lo de aquí, en lo que tenemos delante, en lo que brilla: ganar dinero…, hacernos famosos…, conseguir el poder…, divertirnos a fondo…, salirme con la mía… Y cuando más entretenidos estamos en nuestro afán desmedido se cierra la puerta de la vida y nos encontramos con la verdadera realidad. 
Tal vez tengamos en este mundo mucho dinero, tal vez tengamos fama o poder, tal vez hayamos disfrutado mucho; pero nos hemos olvidado de lo más precioso, que es el amarnos de verdad. Y, en resumidas cuentas, para la eternidad no llevamos nada. Sólo llevaremos lo que seamos como personas. Para que nos amemos de verdad Cristo se nos presenta como modelo a imitar diciéndonos: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también entre vosotros. La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os améis unos a otros». Estas palabras nos las dirigió Jesús poco antes de morir para que nos quedaran muy bien grabadas en la memoria, ya que las palabras que más recordamos de nuestros seres queridos son las que nos dirigen poco antes de morir. Todos podemos amar, los niños y los grandes, los pobres y los ricos, los sanos y los enfermos. Fijaos bien: a un hombre pueden privarle de todo menos de una cosa, de su capacidad de amar. Un hombre puede sufrir un accidente y no poder volver ya nunca a andar, pero no hay accidente alguno que nos impida amar. Un enfermo mantiene entera su capacidad de amar: puede amar el paralítico, el moribundo, el condenado a muerte. Amar es una capacidad inseparable del alma humana, algo que conserva siempre incluso el más miserable de los hombres. La señal por la que la gente conocerá que somos buenos cristianos no es el que estemos bautizados ni el que vengamos mucho a la iglesia, sino en que nos amemos unos a otros como Cristo nos amó. Esforcémonos, pues, en imitar a Cristo y vendrá para nosotros un mundo en donde no habrá más lágrimas en nuestros ojos, ni muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor, y en donde participaremos de la gloria de Dios para siempre. 

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