DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO
10 NOVIEMBRE 2013
Lc. 20, 27-38
Han pasado dos mil años y todavía nosotros seguimos con la
mentalidad de un Dios metido en un sepulcro. Seguimos pensando más en un Dios
muerto y de muertos que en un Dios vivo y para los vivos. El Evangelio de hoy nos habla claramente de que Dios no es un Dios
de muertos sino un Dios de vivos y para los vivos.
Cuentan de un monje ilusionado por visitar el Santo Sepulcro.
Cuando consiguió el dinero se puso en camino. En esto oyó que alguien le
seguía:
- ¿A dónde vas, padre mío?
- Al Santo Sepulcro de Jerusalén. Ha sido la ilusión de mi
vida.
- ¿Cuánto dinero tienes para eso?
- Treinta libras
Dame las treinta libras: tengo mi mujer enferma, mis hijos con
hambre. Dámelas y da tres vueltas alrededor de mí, arrodíllate, póstrate ante
mí y luego vuelve al monasterio.
El monje sacó las treinta libras y se las dio. Dio las tres
vueltas, se arrodilló y volvió al monasterio.
Más tarde comprendió plenamente que el mendigo era el mismo Cristo.
Somos capaces de gastarnos nuestros ahorros de treinta libras para
visitar el Sepulcro de Cristo, y nos olvidamos que Jesús ya no está ni en
Jerusalén, ni en el Sepulcro, sino que lo tenemos a nuestro lado, compañero
nuestro de camino de cada día. También las mujeres de la mañana de Pascua lo imaginaban en el
Sepulcro, cuando en realidad, Él se estaba paseando tranquilamente por el
jardín.
No nos duele gastar nuestro dinero en una peregrinación a Tierra
Santa. Y no me parece mal. Yo he ido una vez y no me arrepiento, pero sí me arrepiento de haber ido tan lejos y luego no sea capaz de verlo y reconocerlo en el hermano que tengo a mi lado.
Porque la verdadera presencia de Jesús hoy la tenemos muy cerca de
nosotros:
Lo tenemos en el Sagrario donde nos espera cada día.
Lo tenemos en los Sacramentos donde lo podemos encontrar a diario.
Lo tenemos en el hermano que está a nuestro lado.
Lo tenemos en el mendigo que nos alarga su mano porque tiene hambre.
Lo tenemos en el enfermo que sufre y con frecuencia está demasiado solo.
Lo tenemos en el que tiene sed y al que nos cuesta darle un vaso de agua.
Lo tenemos en el anciano que se muere de soledad más que de años.
Lo tenemos en el encarcelado que se pudre años entre unas rejas.
El Dios de nuestro fe no es un Dios de muertos.
Es el Dios que vive en los que están vivos.
Es el Dios que nos invita a encontrarlo entre los vivos.
Es el Dios que está en nosotros para darnos viva.
Anthony de Melo cuenta la historia de aquellos discípulos que le
preguntaban al maestro si había vida después de la muerte, y el maestro
respondió con una sonrisa. Extrañados le volvieron a preguntar el por qué de su
respuesta evasiva, a lo que el Maestro respondió: “¿No habéis observado que los
que no saben qué hacer con esta vida son precisamente los que más desean otra
vida que dure eternamente?”
Cuando no somos capaces de vivir de verdad la vida entonces
preguntamos por la vida eterna.
Cuando no somos capaces de vivir a Dios en nuestra vida,
preguntamos por el Dios de la vida eterna.
Cuando no somos capaces de ver a Dios en esta vida, nos
preocupamos si lo veremos en la otra.
Cuando no somos capaces de ver a Dios en el hermano, preguntamos
si Dios existe.
Cuando no somos capaces de ver a Dios en el que sufre, preguntamos
por la felicidad eterna.
Y tal vez lo peor es que para justificar la ausencia de Dios en
medio de nosotros, preferimos poner en duda el Dios del más allá. Pero como tampoco nos resignamos a quedarnos en el vacío, nos
inventamos un mundo parecido al nuestro un tanto mejorado, aunque luego esto
nos vaya a crear problemas matrimoniales.
Dios es el Dios de los que han muerto y siguen viviendo en El. Pero antes es el Dios de los que aún seguimos vivos. Porque solo
la experiencia de Dios en la vida puede ser garantía del Dios después de la
muerte.
Necesitamos vivir a Dios no solo cuando estamos de luto. También
necesitamos vivir a Dios cuando estamos vestidos de fiesta y disfrutamos de los
gozos y las alegrías de nuestra vida. Dios no comienza después de nuestra
muerte. Dios comienza con nosotros cuando nacemos. Dios no comienza cuando nos
encontramos en el más allá. Dios comienza en nosotros cuando estamos en el más
acá. “El que come mi carne y vive mi sangre tiene vida eterna”.
Para encontrarnos con Dios no hace falta ir al Santo Sepulcro.
Basta encontrarlo en el propio hogar: en la esposa, en el esposo y
en los hijos.
Basta encontrarlo cuando salimos a la calle y nos topamos con el
hermano necesitado.
Si queremos un
Dios para la eternidad, primero debemos encontrarnos con el Dios que está en
nosotros y nos está dando la nueva vida. Es un Dios para vivir
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