II DOMINGO ADVIENTO
8 diciembre 2013
Is 11,1-10
Mt 3,1-12
Un
político nos cuenta lo siguiente: «Estaba yo en una asamblea echando un
discurso. Cuando acabé, creí que iba a ser aplaudido por la mayoría de los dos
mil camaradas que hasta el día anterior habían sido mis amigos. Yo sabía que
muchos de ellos estaban de acuerdo conmigo; y, sin embargo, nadie se había
atrevido a darme su apoyo. Cuando se levantó la sesión, se apartaron de mí como
de un leproso. Mi cuerpo se paralizó como si fuera de piedra.
Me
pregunté hacia dónde debía dirigirme: no quería entrar en mi casa llevando toda
aquella tristeza a mis hijos, a mi familia. Eran casi las dos de la tarde. Me
puse en camino y, sin saber bien adónde iba, me encontré ante la casa de mi
primera esposa, con la que me casé en 1937, cuando ella se disponía a ser
monja, y a la que yo había abandonado en 1945, hacía ya 25 años.
Subí
las escaleras como si fuese un sonámbulo. Apenas llamé, se abrió la puerta cual
si una mano estuviese al pestillo. Y me encontré ante una mesa con dos
cubiertos. Di un paso atrás.
-Perdona,
¿esperabas a alguien? -pregunté. -Sí -me contestó-. Te esperaba a ti. He
escuchado tu discurso por la radio y el silencio de todos cuando terminaste.
Entonces estuve segura de que vendrías aquí. Entra y observa: creo que no he
olvidado el vino que te gusta, el que te gustaba hace 25 años, ni he olvidado
el pan de centeno.
Cuando,
una hora después, me fui tras haber besado su frente, todo había cambiado en mi
vida: el milagro de amor de aquella espera venía a ser el triunfo de la vida
sobre la muerte. La existencia de una persona como mi primera esposa bien puede
compensar el abandono de parte de millares de seres humanos. Todavía valía la
pena vivir».
Hermanas
y hermanos: esta esposa con un amor que espera sin límites es todo un reflejo
del amor de Dios, que nos espera sin límites.
Precisamente
porque Dios nos ama quiere que nos convirtamos de nuestros pecados, porque el
pecado causa
mucho sufrimiento
en el mundo y, además, nos impide ser la persona que Dios quiere que seamos.
Mirad: la mayor alabanza que podemos hacer de alguien es afirmar de él que es
toda una persona.
Por
todo esto, san Juan Bautista nos dice en el Evangelio de hoy: «Convertíos» (Mt
3,2).
La
conversión es cambio, y todo cambia en el mundo. Cada uno de nosotros somos
siempre fulano de tal, pero si tenemos un álbum en nuestras casas vemos cómo
vamos cambiando a través de los años. La conversión es cambio de conducta y,
para eso, tiene que haber un cambio en nuestro interior. Tenemos que poner a
Dios en el centro de nuestro corazón; de lo contrario tendremos el corazón
vacío aunque tengamos el estómago lleno.
San
Juan Bautista llama a los judíos raza de víboras porque las víboras cambian de
piel, pero en su interior hay siempre veneno. No seamos nosotros como las
víboras.
Si
aquel político fue al encuentro de su esposa, que lo esperaba desde hacía 25
años, vayamos nosotros al encuentro de Dios, que desde siempre nos espera con
los brazos abiertos.
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