
DOMINGO IV TIEMPO ORDINARIO
Mateo 5, 1-12ª
2/2/2014
La madre Teresa de Calcuta, que entregó su vida al
servicio de los
más pobres sin importarle ni el color de la piel, ni la religión, ni la clase
social de tantos necesitados -a los que
dedicaba todo su amor y toda su ternura-, recogió un día por la calle a una
mujer que parecía estar muriéndose de hambre. Le ofreció un plato de arroz. Se
quedó mirándolo un largo rato. La madre Teresa trató de convencerla para que
comiera. Dijo entonces con sencillez y naturalidad: «Yo no... No puedo creer
que sea arroz. Llevo mucho tiempo sin comer». No se quejó contra nadie. Contra
nadie pronunció palabras amargas. Simplemente, no podía creer que fuera arroz.
Estos pobres sencillos, estos pobres que no odian ni
maldicen a nadie, son los pobres de espíritu de los que nos habla el Evangelio
de hoy, a los que Jesús llama dichosos porque de ellos es el reino de los
cielos.
En el mundo no sólo hay hambre de pan. Hay también
hambre de cariño, tal vez en nuestras propias familias.
Una noche, cuando la madre Teresa hacía un recorrido
en busca de personas abandonadas, se encontró con un jovencito con cabello
largo muy bien cuidado. Estaba sentado y pensativo. La madre Teresa le dijo:
«No deberías estar aquí a esta hora. Deberías estar con tus padres. No es lugar
apropiado para ti estar sentado aquí a estas horas y en una noche tan fría». Le
miró a los ojos y le dijo: «Mi madre no me quiere porque tengo el pelo largo».
Esa era la única razón. ¡Un joven echado de casa por
los suyos, por su propia madre!
Quizá esa madre se preocupaba por los hambrientos de la India, de África o de
Latinoamérica. Es posible que tuviera deseo de remediar el hambre de todos
menos el hambre de cariño que tenía su propio hijo. Ignoraba que esa hambre
existía en su propia casa, ignoraba que en su propia casa había un necesitado.
¡Ay! ¡Cuántas veces ignoramos detalles de amor que necesitan nuestros
familiares, detalles de amor que lamentaremos no haberlos tenido cuando ya
hayamos perdido a esos familiares!
La misma madre Teresa nos cuenta: Otra noche salimos
por Calcuta y recogimos cuatro o cinco personas por las calles. Por su estado
las llevamos a nuestra casa del Moribundo. Entre ellas había una anciana que se
encontraba muy grave. Dije a las hermanas: «Yo me ocuparé de ella».
Cuando la puse en la cama, me cogió la mano
mientras en su rostro aparecía una sonrisa maravillosa. Pronunció una sola
palabra: «Gracias», al tiempo que se moría.
Hermanas y hermanos: cuando damos a los necesitados
es mucho más lo que recibimos que lo que damos. Al otro lado
tendremos una gran recompensa; pero ya en este mundo, cuando damos de corazón,
la satisfacción que sentimos vale más que lo que damos.
La madre Teresa se sintió más que pagada por aquella
palabra «gracias» y aquella sonrisa de la anciana moribunda. Esta anciana, en
sus últimos momentos, vería en la madre Teresa un reflejo del amor de Dios, que
la esperaba con
los brazos abiertos. Que nadie diga que no es rico para poder dar. Todos podemos dar bondad, dar
amor.
Dios nos habla de su amor por medio del sol que nos
alumbra, del agua que bebemos, del aire que respiramos y de tantos otros dones.
Pero Dios nos habla de una manera especial de su amor cuando alguien nos ama de
verdad o cuando de verdad amamos a alguien.
Dios es amor y por lo tanto, pase lo que pase,
debemos esperar siempre de Él lo mejor. Es verdad que a lo largo de la vida
tenemos contratiempos y no por eso nos abandona Dios. También hay días nublados
y a veces nos envuelven las sombras y no por eso nos abandona el sol.
Esta es nuestra fe; sin ella la muerte no
tiene sentido. Con ella la muerte es la puerta que se abre a la eternidad
feliz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario