jueves, 23 de enero de 2014

LA PALABRA DE DIOS



DOMINGO IV TIEMPO ORDINARIO
Mateo 5, 1-12ª
2/2/2014


 La madre Teresa de Calcuta, que entregó su vida al servicio de los más pobres sin importarle ni el color de la piel, ni la religión, ni la clase social de tantos necesitados  -a los que dedicaba todo su amor y toda su ternura-, recogió un día por la calle a una mujer que parecía estar muriéndose de hambre. Le ofreció un plato de arroz. Se quedó mirándolo un largo rato. La madre Teresa trató de convencerla para que comiera. Dijo entonces con sencillez y naturalidad: «Yo no... No puedo creer que sea arroz. Llevo mucho tiempo sin comer». No se quejó contra nadie. Contra nadie pronunció palabras amargas. Simplemente, no podía creer que fuera arroz.
Estos pobres sencillos, estos pobres que no odian ni maldicen a nadie, son los pobres de espíritu de los que nos habla el Evangelio de hoy, a los que Jesús llama dichosos porque de ellos es el reino de los cielos.
En el mundo no sólo hay hambre de pan. Hay también hambre de cariño, tal vez en nuestras propias familias.
Una noche, cuando la madre Teresa hacía un recorrido en busca de personas abandonadas, se encontró con un jovencito con cabello largo muy bien cuidado. Estaba sentado y pensativo. La madre Teresa le dijo: «No deberías estar aquí a esta hora. Deberías estar con tus padres. No es lugar apropiado para ti estar sentado aquí a estas horas y en una noche tan fría». Le miró a los ojos y le dijo: «Mi madre no me quiere porque tengo el pelo largo».
Esa era la única razón. ¡Un joven echado de casa por los suyos, por su propia madre! Quizá esa madre se preocupaba por los hambrientos de la India, de África o de Latinoamérica. Es posible que tuviera deseo de remediar el hambre de todos menos el hambre de cariño que tenía su propio hijo. Ignoraba que esa hambre existía en su propia casa, ignoraba que en su propia casa había un necesitado. ¡Ay! ¡Cuántas veces ignoramos detalles de amor que necesitan nuestros familiares, detalles de amor que lamentaremos no haberlos tenido cuando ya hayamos perdido a esos familiares!
La misma madre Teresa nos cuenta: Otra noche salimos por Calcuta y recogimos cuatro o cinco personas por las calles. Por su estado las llevamos a nuestra casa del Moribundo. Entre ellas había una anciana que se encontraba muy grave. Dije a las hermanas: «Yo me ocuparé de ella».
Cuando la puse en la cama, me cogió la mano mientras en su rostro aparecía una sonrisa maravillosa. Pronunció una sola palabra: «Gracias», al tiempo que se moría.
Hermanas y hermanos: cuando damos a los necesitados es mucho más lo que recibimos que lo que damos. Al otro lado tendremos una gran recompensa; pero ya en este mundo, cuando damos de corazón, la satisfacción que sentimos vale más que lo que damos.
La madre Teresa se sintió más que pagada por aquella palabra «gracias» y aquella sonrisa de la anciana moribunda. Esta anciana, en sus últimos momentos, vería en la madre Teresa un reflejo del amor de Dios, que la esperaba con los brazos abiertos. Que nadie diga que no es rico para poder dar. Todos podemos dar bondad, dar amor.
Dios nos habla de su amor por medio del sol que nos alumbra, del agua que bebemos, del aire que respiramos y de tantos otros dones. Pero Dios nos habla de una manera especial de su amor cuando alguien nos ama de verdad o cuando de verdad amamos a alguien.
Dios es amor y por lo tanto, pase lo que pase, debemos esperar siempre de Él lo mejor. Es verdad que a lo largo de la vida tenemos contratiempos y no por eso nos abandona Dios. También hay días nublados y a veces nos envuelven las sombras y no por eso nos abandona el sol.
Esta es nuestra fe; sin ella la muerte no tiene sentido. Con ella la muerte es la puerta que se abre a la eternidad feliz.

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