
DOMINGO V TIEMPO ORDINARIO
9 FEBRERO 2014
MT. 5, 13-16
Un
soldado norteamericano había tenido una hija con una vietnamita durante la
guerra de Vietnam. Ahora, en Norteamérica, vivía con su esposa y un hijo único,
pero se escribía con su hija, hasta que, al cumplir esta doce años, la recibió
en su casa.
Los
vecinos del barrio, algunas amistades e incluso el hijo adoptaron desde el
primer momento una actitud de desprecio hacia el padre y hacia la hija;
especialmente una viuda que vivía al lado, cuyo esposo había sido muerto por
los vietnamitas en la guerra. La cosa se fue agravando hasta ocasionar la huida
de la niña, despreciada en Vietnam por ser hija de un norteamericano y odiada
en Norteamérica por ser hija de una vietnamita. Y todos los esfuerzos del buen
padre por hacerse comprender de su hijo, vecinos y amistades, resultaron
inútiles.
En
casa trabajaba de pintor un hombre de noble corazón. Un día habló a solas con
la viuda en presencia del hermano de la niña vietnamita y dijo:
-Yo
conocí a su marido: era un buen hombre.
-¿Dónde
lo conoció?
-preguntó
la viuda.
-En
la guerra de Vietnam. Yo estuve allí -respondió el pintor.
-¿Y
sabe cómo murió? -volvió a preguntar la viuda.
-Sí
-contestó el pintor-. Él amaba profundamente a los niños vietnamitas, víctimas
de la guerra; los visitaba, los protegía, les procuraba alimentos y medicinas;
vivía pensando en ellos. Y un día, al dirigirse a ellos con una carga de
alimentos, estalló una bomba y murió. ¡Él fue un héroe!
Momentos
después la viuda y el muchacho suplicaban perdón al dolorido padre y juntos
buscaron a la niña, que había escapado, para tener con ella una cordial
reconciliación. Pronto el barrio entero había cambiado de actitud. Este pintor
supo apagar el odio y encender el amor.
¡Qué
distinta sería la actitud de los vecinos, si hubiera atizado el odio!
¡Cuánto
bien podemos hacer también nosotros en tantas y tantas ocasiones como la vida
nos ofrece!
Cuentan
que un niño se encontró una noche con un ciego que llevaba a su espalda un haz
de leña y una vela encendida en su mano. «¿Para qué llevas la vela si estás
ciego? -preguntó el niño-. No te sirve de nada si no puedes ver». El ciego le
respondió: «Al contrario; me sirve para mucho. Llevo esa vela para que los
hombres distraídos me vean y no tropiecen conmigo».
Hermanos
y hermanas: Seamos luz con nuestras buenas obras para que los «distraídos», es
decir, los que andan despistados por el camino de la vida las vean y no den
tropezones. Aquel pintor, con su actuación, fue luz para los vecinos de su
barrio.
La
sal da sabor a los alimentos. Seamos sal como nos pide Jesús, no para amargar
la vida de nadie sino para hacer agradable la vida de todos.
Por
otra parte, la sal vale para que los alimentos no se corrompan. ¡Ay! ¡Cuánta
menos corrupción habría en el mundo si los que nos llamamos cristianos, es
decir, discípulos de Cristo, lo fuéramos de verdad!
Jesús
nos pide a los cristianos que seamos la luz del mundo y la sal de la tierra; en
definitiva nos pide que hagamos más llevadera y más feliz la vida de los demás.
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