4º DOMINGO DE CUARESMA
JN. 9, 1-41
30 MARZO 2014
El ciego de nacimiento es el
hombre, todo hombre. Andamos muy ciegos por la vida. ¿De quién es la culpa? De
nosotros y de nuestros padres.
De nuestros padres que nos enseñaron a mirar
solamente la materialidad de las cosas y no nos enseñaron a mirar más allá de
su superficie, penetrando en el misterio del ser y de la vida. Y así no hemos
aprendido a tratarnos con profundidad, porque sólo vemos las apariencias.
La culpa es también nuestra, porque nos fascina lo
externo y nos quedamos ahí, deslumbrados ante el brillo pasajero de las
personas y las cosas. Nosotros miramos las apariencias y no miramos el corazón.
Vemos y valoramos a las personas por su tener, por
su poder, por su saber, no por lo que verdaderamente son. No captamos su
misterio, ni siquiera el nuestro propio.
Nuestra ceguera es grave. Tan grave que muchas veces
sólo valoramos las cosas y sobre todo a las personas cuando las perdemos...
Pero en toda vida humana hay un momento en que damos
la vuelta a los prismáticos: y todo lo que visto con cristales de aumento nos
parecía enorme y cercano... se aleja de repente y se vuelve diminuto y
distante.
Esa vuelta a los gemelos la damos cuando nos llega
un gran dolor o se descubre un gran amor...
Recuerdo, la experiencia de una mujer que había
vivido este cambio cuando su padre se puso seriamente enfermo y amor y dolor
hicieron que todo su mundo cambiara de color. “¡Cuántas cosas –decía- por las
que antes luchaba y me angustiaba se me han vuelto fútiles e innecesarias!¡Qué
tontas me parecen algunas ilusiones sin las que antes me parecía imposible
vivir! ¡Cómo se vuelve todo de repente secundario y ya sólo cuenta la lucha por
la vida y la felicidad de los seres que amas!”.
Es cierto: la gran enfermedad de los hombres es la
ceguera, esa ceguera que nos conduce cada día a equivocarnos de valores...
Yo me he preguntado muchas veces qué le pediría a
Dios si él me concediera un día un milagro. Y creo que le suplicaría el VER, el
ver las cosas como él las ve, desde la distancia de quien entiende todo, de
quien conoce las auténticas dimensiones de las cosas.
Si tuviera ese don, ¡qué distinta sería mi vida!
¡Cuánto más amaría y cuánto menos me preocuparía por otras cosas!
Esa chica, seguía diciendo: “Ahora gano mis tardes
haciendo crucigramas con mi padre. Soy feliz viéndole sonreír. A su lado no
tengo prisas. Cada minuto de compañía se me vuelve sagrado. Y cuando por la
noche regreso a mi casa sin haber “hecho nada”, nada más que amar, me siento
llena y feliz.
Le veo feliz de tenerme a su lado. No hay premio
mejor en este mundo. Sé que un día me arrepentiré de millones de cosas que he
hecho en mi vida. Pero nunca de esas horas “perdidas” a su lado”.
Esta chica tiene razón. Ha vuelto sus prismáticos y
de repente el cristal de aumento de su corazón le ha hecho descubrir lo que la
mayoría de los seres humanos no llegamos ni siquiera a vislumbrar. Y todo lo
demás se ha vuelto pequeñito y lejano: muy secundario.
Hoy Jesús, en el personaje del ciego, nos invita a
dar la vuelta a los prismáticos.
Pidamos a aquel que dijo: “Yo soy la Luz del mundo”,
que cure nuestra ceguera y nos enseñe a no fijarnos en las apariencias, sino a
ver como Él , el corazón de las personas y de las cosas.
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