
DOMINGO XXIII DOMINGO ORDINARIO
4 DE SEPTIEMBRE 2016
En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo: «Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no lleve su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío.
Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran diciendo: ‘Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar’ ¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz. Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío.»
Érase una vez una mujer que caminando por las montañas encontró una piedra preciosa en un riachuelo.
Al día siguiente se encontró con un viajero hambriento. Nuestra mujer abrió su bolsa para compartir la comida. El viajero que vio la piedra preciosa, lleno de avaricia, se la pidió y ella se la dio sin más. El viajero siguió su camino feliz, sabía que esa piedra preciosa tenía mucho valor y le iba a proporcionar mucho dinero.
Unos pocos días después, el viajero volvió y le devolvió la piedra a la mujer. He estado pensando y vengo a devolverle su piedra y espero me dé algo mucho mejor. Déme lo que usted lleva dentro y le da el poder de desprenderse, sin más, de esta piedra preciosa.
¿Verdad que esta historia viene a cuento con el evangelio de hoy?
Sí, hay algo más precioso y más valioso que las joyas o las cadenas de oro que se pueden comprar en una joyería.
Lo más valioso está dentro de nosotros, en nuestro corazón:
la libertad frente a las cosas y las personas,
el desprendimiento de las riquezas,
la mirada limpia,
la sabiduría para discernir lo permanente de lo efímero,
el Espíritu Santo que me ayuda a renunciar a todo para seguir a Jesús.
Déme lo que lleva dentro y le da el poder de desprenderse, sin más, de esta piedra preciosa.
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